En Lunes otra vez, Federico León y León ha construido, con la singular renuncia a un narrador, una novela generacional centrada en los inciertos años noventa, cuando en el Perú vivíamos bajo un gobierno autoritario que buscaba atornillarse en el poder, con los crecientes tentáculos de su corrupción, los rezagos del terror y la promesa de una modernización a cualquier costo. En medio del desencanto y la frustración, los jóvenes de entonces encontraban también evasiones y refugios, como la juerga, como la amistad. Y todo eso era parte de una desesperada carrera hacia adelante, de una búsqueda imprescindible del futuro. Lejos de la nostalgia, la melancolía o el trillado malditismo, esta novela es, más bien, una constatación contemplativa y honesta sobre una época decisiva para sus cinco protagonistas, cuando la juventud dejaba de serlo y los cercaba la crudeza de la vida adulta. Antes que la amargura frente a la promesa incumplida, Federico León y León escoge un ajuste de cuentas sereno, y también irónico, frente a lo que fuimos y no seremos más.

El relato nos recuerda que hubo un tiempo sin Spotify y sin YouTube, sin redes sociales. Sin streaming, sin tablets, sin smartphones. La radio aún lo era todo, y la televisión por cable, también. Y tampoco éramos felices. Ambientada en 1998, la novela recoge las voces íntimas de cinco amigos: Pedro, Sofía, Brenda, Nicolás, Julio, con ansias no demasiado distintas que las de muchos jóvenes urbanos de entonces. Superponiéndose unas a otras, las suyas son voces que se mezclan también con los ruidos de una ciudad caótica que les resulta tan entrañable como áspera, tan propia como ajena.

Porque «Lunes otra vez» no es solo el título de una canción. Es esa historia colectiva que se repite, ese tiempo que regresa y nos encuentra —como podría ser ahora— en las mismas. Y también es ese momento de la vida en que los días pasan pero sentimos que no avanzamos, que nos quedamos atrás en un camino cuyo destino final aún no somos capaces de ver.